martes, 22 de marzo de 2011

Las letras a la aventura

Existen dos tipos de escritores:

Aquellos que, a través de sus libros nos acompañan de vez en cuando, que nos arrancan una lágrima o mueven una emoción. Que nos enseñan, nos entretienen, nos muestran, nos sugieren. Que forman parte de nuestra cotidianeidad, nos consuelan rumbo a la oficina, nos acompañan en el almuerzo, nos despiden antes de ir a dormir. Son buenos amigos.

Pero existen otros escritores a quienes hemos leído en su totalidad. Perdón. Corrijo el tiempo verbal: leí en su totalidad. O casi.

Esos forman, en algún momento, parte del primer grupo, pero luego se vuelven, parte de nuestra vida. Entendámonos, los otros también forman parte de nuestra vida. Pero éstos se vuelven parte de nosotros mismos. Al leerlos somos ellos.

Y como son parte de nuestra vida, nos volvemos exigentes con ellos. Les exigimos siempre más. Y más.

Porque, carajo, son parte de nosotros mismos. ¿Qué es esto que ha sacado ahora? Mmmmm. No se ha esforzado tanto como la última vez. ¿Y esto? ¿No se irá a volver demasiado sentimental? Y ¿por qué cornos tenía que hablar de este tema?

A esta última parte pertenece en mi vida, mi amigo (a quien no he visto en mi vida, y que no sabe que existo) Arturo Perez Reverte.

Lo descubrí por casualidad con “El maestro de esgrima”. A continuación aparecieron en mi vida “La tabla de Flandes”, y luego la zaga del capitán Alatriste. Guau. Impresionante. Un tipo que escribe dando sablazos. Con fuerza en el brazo y frío en el corazón. Con una tristeza de fondo y una alegría por saberse vivo. ¡Vamos!

Para colmo de emociones escuché que no se qué gran la academia de letras no quería hacerlo miembro, y que cuando finalmente lo nombraron dijo en su primer discurso, la gran frase: “Una banda de gilipollas ha secuestrado la literatura”. En una vida ausente de ídolos había nacido “el” ídolo.

Los primeros tiempos fueron de emociones y alegrías. Los pocos pesos que tenía se iban en conseguir sus libros, y mis recomendaciones giraban siempre en torno de mi nuevo amigo.

Con el tiempo, las costuras (¿por qué miro las costuras?) se fueron haciendo más visibles. No tanto por él, que seguro escribe mejor, sino por mí, que me vuelvo más fastidioso. Así, los discursos interiores ya me cansan un poco, y las añoranzas por ver a alguien pegar espadazos contra el destino vuelven una y otra vez. Esta tarde, en la que veo desde la ventana el Río de la Plata, mientras espero que se haga la hora de dar clases, sueño que me voy en un barco a recorrer mares y a vivir aventuras. De esas que a uno lo hacen amar a la rutina.

Porque, pese a quien le pese, siempre termino por añorar esa etapa en la que pasaba la tarde, tirado en mi cuarto, leyendo a Salgari. Y qué quiere que le diga: Perez Reverte es lo más parecido que encuentro a Emilio Salgari.