Vivimos huyendo del dolor, pero el dolor viejo experto nos encuentra. De vez en cuando nos encuentra. Escribir sobre el dolor cuesta tanto como levantarnos en invierno. Porque sabemos que existen riesgos. “Los brillantes discursos para decir cosas frívolas acerca de la humanidad son estériles, como el nebuloso viento de otoño que gime entre las hojas secas” advertía Fausto, y es importante tener en cuenta su advertencia.
Pero intentemos abordar al dolor. Acerquémonos a él. Ya llegamos.
Y la noche se abate sobre el alma, y una daga helada nos atraviesa el costado, arrastrándonos al vacío. Porque el dolor tiene dos momentos: el golpe, el tajo, el hecho en sí, y después el vacío. La sensación de que algo falta, el flotar en el espacio, sin movimiento ni esperanza.
Eso es la noche. Y la soledad nos muestra que somos nada, y que a la nada volvemos. ¿De qué valen nuestras pequeñas delicias? Las risas, las bromas, los ingenios y los libros carecen de fuerza entonces.
Podemos intentar olvidar el dolor. Es cierto. Podemos. De hecho lo intentamos todo el tiempo. Pero el dolor penetra y penetra en nuestra carne. Es como una infección que amenaza tomar el cuerpo. Y entonces decidimos enfrentarlo. Pero el dolor reacciona, y lastima. Y lastima. Pronto nos quedamos sin aliento.
El dolor aprovecha y hace su trabajo. Primero se instala como una enorme piedra en el pecho, que nos impide respirar. Y presiona, y presiona haciendo vacío en el estómago, sube hasta la cabeza, y presiona. Los ojos, ya resecos, intentan permanecer abiertos. El sueño se vuelve una quimera. Si al menos pudiéramos dormir…
Quizás el modo sea el mantener la mente serena y en blanco. No pensar en nada, y de nada acordarnos. Pero el dolor no nos permite eso, y amengua un poco para hacernos reaccionar. Cuando prestamos atención, solo un segundo, para ver si hemos progresado, la bestia se vuelve contra nosotros. Aúlla y muerde. Pero sobre todo duele. Dios como duele. Como cuesta respirar.
Mientras tanto intentamos recuperar los viejos ritos. Salimos a la calle imitando a los demás. Sonriendo cuando sonríen y preocupándonos cuando se preocupan. Buscamos aquellos ritos. Aquellos que nos hacen ser, pobre mortales al fin, quienes somos. Podemos incluso, mantener una conversación, mientras la mente viaja en los límites de la idea. Pero el dolor agazapado, espera el momento para mostrarse. Para herir una vez más. Para mostrar su poder. Para recordar que siempre va a estar.
Y nosotros sonreímos. Pese a todo sonreímos porque recordamos que el otro viejo rival, el amigo de la muerte, el tiempo, podrá combatir el dolor. Porque solo el tiempo puede contra él.
Se suma entonces la sed, la certeza de lo que no está, la raíz de la ausencia. Pero el dolor, cuando es así de intenso, así de real, termina por vencer. No queda mas que lidiar con el.
Porque siempre sé que mañana “al despertar me saciaré de tu rostro”.