lunes, 8 de noviembre de 2010

La juventud en carta

Carta publicada en un diario que me sorprende por su crudeza.
“¿Dónde está la juventud que ocupará en días próximos los comandos superiores? Se pasea en torno la mirada y no se ve una sola frente que sobresalga. Niveladas todas las cabezas, parecen un inmenso rebaño de seres inofensivos; sin anhelos, sin pasiones, sin amores y sin odios, sin esperanzas ni aspiraciones. Si por acaso hay aspiraciones y deseos, no se traducen en esfuerzos ni en luchas, pues, seducidos por la molicie y las facilidades de la vida, ha renunciado a la victoria, renunciando al combate…”
A esa carta se le contestó con esta carta en el mismo diario:
“La juventud de hoy no es menos activa, ni menos inteligente, ni menos emprendedora que hace cincuenta años. No se forma tras los mostradores de las tiendas como entonces, pero sabe pedir al trabajo sus fuerzas y a los libros sus enseñanzas. ¿Cuáles son las causas de los cargos que se le formulan? Una sola: la enseñanza que las generaciones que se inician han recibido de la escuela de la experiencia. Muchos de los que hoy lanzan contra la juventud sus dardos mas agudos, olvidan que han sido sus maestros y que las faltas que se les imputan son debidas, en primer término a ellos mismos… No tiene ideales; es cierto, no puede tenerlos, porque ha nacido y se ha desarrollado en una atmósfera viciada… Si la juventud de hoy se hubiera desenvuelto en otro medio, latirían en ella impulsos tan grandes y tan generosos como los que han llenado las mejores épocas del pasado. Si algún reproche hay que hacerle, no es a ella, sino a los que han sido sus maestros… Desde los bancos de la escuela, cuando han empezado a penetrar confusamente todavía los factores de la vida nacional, han visto por todas partes las codicias culpables y las rapacidades insaciables no sólo toleradas, sino fomentadas, aparadas, recompensadas con el lauro de la victoria…”
Agrega por último:
“Por eso la juventud de hoy se retrae en muda protesta, resignada a tolerar en silencio lo que no está en su mano evitar. Se le reprocha que no toma parte en las luchas del civismo. ¡Cruel ironía! El cargo tiene que convertirse en aplauso, porque si los jóvenes no pueden impedir que la democracia sea una farsa, no deben entrar en ésta con la complicidad de su intervención.”
Las cosas están complicadas porque no tengo claro de qué lado estoy. Por un lado veo el problema que plantea la primera carta. La juventud se retrae hasta puntos insospechados.
Por otra parte es cierto que la culpa es de la generación que formó a esta juventud. Con tanta corrupción no dan ganas de intervenir en política.
Me desespero al no saber de qué lado estoy. Vuelvo a mirar las cartas. La primera está firmada por Carlos Pellegrini. La respuesta es de José Luis Muratore. Ambas se publicaron en el diario “El País”.
Hace más de un siglo.

Censo sí, censo no

Ya tenemos suficientes males. De eso no cabe duda, así que no tenemos que insistir. Si en definitiva es una cuestión de destino, nosotros tenemos el cupo completo. De males, claro. No hace falta insistir. Pero cuando veo debates estériles como el que el censo ha puesto de manifiesto, dudo una vez más. Siempre es posible un mal mayor.

Primero se consideró el tema de la inseguridad. Claro, abrirle a un censista puede ser inseguro. Imagínese usted que un censista gana trescientos pesos por su labor, y puede asaltarlo la tentación de asaltarlo a usted (disculpe la redundancia). Por eso no es seguro abrirle la puerta. A un desconocido, nada menos. Uff. Si los imbéciles volaran no se necesitarían censistas. El censo se haría desde el aire.

A continuación se planteó el tema, o el problema, de que responder el censo era favorecer al gobierno. Y como somos todos opositores… ¡Se la damos!

La verdad es que no consigo entender como no podemos hacer algo tan simple como cumplir una ley. Y de paso cumplir con un deber, que consiste, nada menos, que en ser algo así como un buen ciudadano. Eso que es tan sencillo, para nosotros se vuelve en algo imposible.

Sin embargo no es tan difícil. Hay una ley. Se cumple la ley. Se descansa un poco (mientras se espera al censista). Y punto. Listo. Nada difícil. Lo demás es complicar las cosas.

No se escapará al recuerdo de ningún lector avispado, que la historia de los censos en la humanidad tiene su origen algo complicado. Si curioseamos la Biblia, veremos que un día a un rey se le ocurrió la idea de ver cuántos eran. Y ordenó un censo. Como a Dios la cosa no le gustó (porque en definitiva suponía desconfiar de Él) le dio a elegir al rey el castigo: Peste, plaga o guerra. Más allá de la elección (una buena peste nunca viene mal para depurar el organismo), la cosa no pasó a peores.

Pero aquí no es tan complicado. Necesitamos pensarnos como país, y necesitamos saber cuántos somos. Eso es lo que prescribe la ley, y eso es lo que tenemos que hacer. Porque de lo contrario, si no podemos ponernos de acuerdo en algo tan pequeño como un censo, descartemos que en lo complejo lo logremos.

Sobre todo me trastorna la cara de conspiradores de aquellos que se acercan con la posta de la oposición al censo. Siempre con la justa. Siempre con la última. Siempre en la cadena de correo electrónico mas masiva. ¿No podemos vivir en paz? ¿No podemos mirar hacia adelante? ¿No podemos pensar el país de un modo sereno? Y sobre todo… ¿no podemos sacarnos la cara de estúpida inteligencia al descubrir la última trama de la conspiración mundial para destruirnos?

Porque en definitiva se trata de las cosas. De volver a las cosas. Y de pasar un día en paz.

Que de eso, y no de otra cosa, se trata este día.

jueves, 27 de mayo de 2010

Cumple un año este proyecto, y es lo mas parecido a un fiasco. Haciendo un examen de conciencia me doy cuenta que no es fácil ser periodista. No porque uno no tenga sobre qué escribir. No, claro que no. A esta altura de la cuestión, las palabras acuden al llamado de la magia, cada vez que son convocadas.


¿Y entonces? Sucede que es difícil, muy difícil, encontrar el tono de “mi” en el área periodística. ¿Qué escribir? Ese no es el problema. ¿Cómo situarme ante el fenómeno que se me presenta? Eso no es tan sencillo. ¿Cuál tiene que ser el tono? Ese es el problema.

Porque la realidad, siempre la realidad, es una, pero la visión sobre la realidad puede ser diversa. Si cada instante de la vida se percibe al modo del perceptor...

sábado, 22 de mayo de 2010

La torre de babel

Los diarios nos cuentan que la presidenta no quiere ir a la inauguración del Teatro Colón. No quiere juntarse con el jefe de gobierno. Uff. Que cansancio. Qué chiquitos parecen. ¿No pueden olvidarse de sus pequeñas cosas, justo ahora que se cumplen doscientos años de nuestra salida triunfal a la historia?
Es un hecho de que existe nuestro país. Que cumple doscientos años. Ni tantos ni tan pocos. Pero que constituyen una excusa para seguir caminando por los vericuetos de la historia del mundo. Aunque no parezca, aquí abajo, en el sur del planisferio, también formamos parte de la historia de la humanidad.
Españoles y criollos, saavedristas y morenistas, unitarios y federales, roquistas y alsinistas, personalistas y antipersonalistas, radicales y conservadores, peronistas y antiperonistas, azules y colorados, militares y civiles, etc. ¿No será un gigantesco malentendido?
En doscientos años, los malentendidos han formado parte esencial de nuestro devenir. ¿Es esto algo original? No creo.
Desde siempre me impresionó la historia de la torre de babel. Unos tipos que se pusieron a construir una torre, tan pero tan alta, que llegaría hasta el cielo. Fue tan alta que el trabajo se fue demorando -usted sabe señora que esto de construir una torre que llegue al cielo no es algo que se haga de la noche a la mañana-, de modo que al final los mismos tipos no sabían que -o para qué-, hacían lo que hacían. Se fueron agrupando con los más próximos, y construyendo su sector -tenían un sector con un objetivo predeterminado-, con reglas propias, que cada vez fueron más propias. Con sus costumbres, que cada ves fueron más “sus”.
Poco a poco se fueron olvidando quiénes, y qué estaban haciendo. Se concentraron en los próximos -prójimos les dijeron-, y comenzaron a hablar en una jerga que sólo ellos iban entendiendo. Esa jerga se transformó en lenguaje. Y con el lenguaje nuevo comenzaron todos los males. Los males para la torre, claro. Porque a partir de ahí nadie pudo seguir con una torre, que a esa altura de los acontecimientos quién sabe para qué cornos -disculpen la expresión-, iba a servir.
Eso se parece bastante a la historia de nuestra patria bicentenaria.
Me pregunto que nos habrá sucedido para ser como somos. Me acuerdo que conozco un hombre triste. Uno que siempre está enojado y triste. Tiene todo en la vida para ser feliz. No tiene carencias económicas, tiene una familia y una vejez dignas. Una historia llena en peripecias, y un futuro plácido. Pero él se preocupa por el país, se enoja y entristece al ver que el mundo no comprende que él tiene la verdad.
Cuando tropieza con un obstáculo intelectual lo resuelve con simpleza: el obstáculo es un error. No sospecha la posibilidad de que el error esté en su análisis. Entonces la realidad lo enoja y entristece. Sin esperanza y sin concesiones, la realidad lo acosa. Nada puede arreglarse. Nada puede solucionarse.
Por suerte se equivoca porque la patria tiene esperanzas.

domingo, 10 de enero de 2010

La casa



Una columna es un servicio. En sentido estricto.

Si tenemos en cuenta la actualidad palpitante que tienen los créditos hipotecarios en nuestro país, resulta casi imprescindible dar un consejo a los postulantes a la ayuda económica.

Un párrafo para contar la historia. Cuando allá lejos y no hace tanto, quise tener mi casa, no tenía ni un solo peso. Pedí un crédito por la casi totalidad de la casa y el banco no quería otorgármelo. El gerente alegaba que le parecía una locura. Entonces le mandé una carta, que llegó al directorio, y que según el remiso gerente, cambió el destino de mi crédito. En la carta, cuyo texto puede usarse en casos similares, le decía lo siguiente:

“Una casa es pasta en el alba, para transformarse por la tarde en libro de recuerdos”. Con estas palabras de Saint Exupéry comienza algún libro sus recuerdos acerca de una familia y de una casa. Con las mismas palabras comienzo yo un recuerdo que tiene la particularidad de versar sobre el futuro. En la mañana recuerdo la tarde, con la ventaja de no tener que sujetarme al rígido esquema de lo que ya sucedió, con la maleabilidad de la ilusión, con la incertidumbre del futuro.

Una casa encierra un proyecto, y la planificación de la casa constituye el proyecto del proyecto. Y cada paso, en aras del fin es un trecho ganado a la incertidumbre, constituye la victoria del “es” respecto del “puede ser” y, sobre todo, del “podría haber sido”.

Sin embargo debo reconocer que la ilusión, respecto de la casa tiene la relación de lo imperfecto respecto de lo perfecto. Cuando llegue lo perfecto, la casa, lo real, cesará lo que es imperfecto, el plano, la ilusión. Sin embargo debo disfrutar a pleno cada paso de lo imperfecto hacia lo perfecto.

¿Y que promete la casa a mi ilusión? Amaneceres rebosantes de buenos propósitos, largos mates disfrutando las heladas, conversaciones perdidas y demoradas, salidas presurosas y añorantes, mediodías en que impere la luminosa idea del asado, del fútbol y del vino, crespúsculos rojizos entremezclados con el humo de mi pipa y trémulas noches llenas de estrellas. (desde mi casa veré las estrellas).

El horizonte será parte de la casa y compartirá largas tardes de estudio, regalando su consuelo cuando levante la vista. Y si mi atención se olvidara distraída y vagara por el más allá podría distinguir siluetas infantiles correteando en el jardín, seguidas de cerca por caninas exclamaciones.

Puedo ya predecir risas tintineantes y llantos desolados, descolgados gritos y prolongados silencios, apresurado ladridos y aislados maullidos (habrá maullidos), sordas peleas y fulminantes retos. La guerra y la paz. Todo lo que implique la vida familiar. Todo lo que Dios quiera que implique la vida.

Porque la casa implica, casi por cierta necesidad, la certeza de un proyecto. Que de tan cierto no parece revestir la naturaleza de un proyecto. Pero es un proyecto: un proyecto que depende de usted.

Atentamente.

(En este punto correspondería agregar la firma)