sábado, 22 de mayo de 2010

La torre de babel

Los diarios nos cuentan que la presidenta no quiere ir a la inauguración del Teatro Colón. No quiere juntarse con el jefe de gobierno. Uff. Que cansancio. Qué chiquitos parecen. ¿No pueden olvidarse de sus pequeñas cosas, justo ahora que se cumplen doscientos años de nuestra salida triunfal a la historia?
Es un hecho de que existe nuestro país. Que cumple doscientos años. Ni tantos ni tan pocos. Pero que constituyen una excusa para seguir caminando por los vericuetos de la historia del mundo. Aunque no parezca, aquí abajo, en el sur del planisferio, también formamos parte de la historia de la humanidad.
Españoles y criollos, saavedristas y morenistas, unitarios y federales, roquistas y alsinistas, personalistas y antipersonalistas, radicales y conservadores, peronistas y antiperonistas, azules y colorados, militares y civiles, etc. ¿No será un gigantesco malentendido?
En doscientos años, los malentendidos han formado parte esencial de nuestro devenir. ¿Es esto algo original? No creo.
Desde siempre me impresionó la historia de la torre de babel. Unos tipos que se pusieron a construir una torre, tan pero tan alta, que llegaría hasta el cielo. Fue tan alta que el trabajo se fue demorando -usted sabe señora que esto de construir una torre que llegue al cielo no es algo que se haga de la noche a la mañana-, de modo que al final los mismos tipos no sabían que -o para qué-, hacían lo que hacían. Se fueron agrupando con los más próximos, y construyendo su sector -tenían un sector con un objetivo predeterminado-, con reglas propias, que cada vez fueron más propias. Con sus costumbres, que cada ves fueron más “sus”.
Poco a poco se fueron olvidando quiénes, y qué estaban haciendo. Se concentraron en los próximos -prójimos les dijeron-, y comenzaron a hablar en una jerga que sólo ellos iban entendiendo. Esa jerga se transformó en lenguaje. Y con el lenguaje nuevo comenzaron todos los males. Los males para la torre, claro. Porque a partir de ahí nadie pudo seguir con una torre, que a esa altura de los acontecimientos quién sabe para qué cornos -disculpen la expresión-, iba a servir.
Eso se parece bastante a la historia de nuestra patria bicentenaria.
Me pregunto que nos habrá sucedido para ser como somos. Me acuerdo que conozco un hombre triste. Uno que siempre está enojado y triste. Tiene todo en la vida para ser feliz. No tiene carencias económicas, tiene una familia y una vejez dignas. Una historia llena en peripecias, y un futuro plácido. Pero él se preocupa por el país, se enoja y entristece al ver que el mundo no comprende que él tiene la verdad.
Cuando tropieza con un obstáculo intelectual lo resuelve con simpleza: el obstáculo es un error. No sospecha la posibilidad de que el error esté en su análisis. Entonces la realidad lo enoja y entristece. Sin esperanza y sin concesiones, la realidad lo acosa. Nada puede arreglarse. Nada puede solucionarse.
Por suerte se equivoca porque la patria tiene esperanzas.

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